ÉRASE UNA VEZ…TARANTINO
Como cualquier fan de Tarantino, fui a disfrutar de su última creación sin
la necesidad de buscar algo definitivo. Seguro que aparecería algún toque
magistral para justificar el precio de la entrada. No esperaba el artilugio de
orfebrería que me cayó en el regazo y de tan inesperado todavía no me lo creo.
Una da por sentado los diálogos trepidantes, coreografía de disparos y
bofetones, personajes de póster, una estudiada banda sonora…vamos, aquello que
ya nos había mostrado, cambiando un poco el género y colocando alguna de sus
filias cinematográficas. Aquello por lo que hasta el momento sólo ha conseguido el Óscar al mejor guión en repetidas ocasiones.
Pero “Érase una vez…en Hollywood” no tiene clasificación posible. Es
tarantiniana pero no pertenece al grupo anterior. El director se vuelve
conceptual, rompiendo el hilo de la narración (algo que sí aparece desde Pulp
Fiction) pero escena a escena. Si uno se queda con la composición tradicional,
creerá que no está pasando nada, cuando, tal vez, sea la película más repleta
de contenido de toda su trayectoria. El cine conceptual al que hace referencia
eclosiona en las décadas de los 60 y 70. Incluso se ríe de los tintes
psicoanalíticos de muchas de las cintas de la época en la primera escena, donde
la sonrisa descomunal del póster de Rick ocupa toda la pantalla durante cierto
lapso de tiempo. Es el YO dilatado y en declive del protagonista (y el yo in
crescendo del intérprete, di Caprio, en contraposición), el YO del propio
director, el de Polanski, el de Tate, el de Marvin (Al Pacino en su esplendor),
el de Manson, el de Cliff el especialista, el seguro de sí mismo, el del pasado
truculento, el vivo hoy y ya veremos mañana (el gran protagonista para muchos)
y el del mismo Brad Pitt, que se niega a envejecer.
Empieza la película y ya estás preguntándote por qué permaneces ahí parada,
anclada en algo que no va ni para atrás ni para delante (la vida y la visión
estancadas de Rick). Entonces llega Cliff con su verdadera sonrisa e inicia al
son de la música este extraño viaje hacia lo desconocido. Al inicio también
aparece otro guiño por si todavía andas esperando una película convencional. Es
una escena de Sharon subiendo una escalera de caracol y, un poco después, en
otro lugar, un niño sube otra escalera de caracol en una toma calcada a la
anterior. Ha pasado tan cerca una de otra que permite tener un dejà vu: la película
va a estar cargada de pistas. Y no defrauda.
En primer lugar, se ríe de sus ídolos. El público espera ver un homenaje a
Bruce Lee. Asistir a su lado payaso, el de la fama subida como un suflé y,
sobre todo, verlo vencido y apabullado, es puro Tarantino. Del mismo modo que
en “Abierto hasta el amanecer” (guión 100% Quentin) estás siguiendo una
película de asesinos que, de repente, son asesinados por otros mucho peores y
del todo inesperados, igual de gamberro es semejante enfoque de las estrellas
de su infancia. Juega con ellas mientras derrumba las expectativas del público.
La familia se ha quejado. Más de un fan lo habrá hecho. Tal vez se les olvide
la escena de Bruce y Sharon al puro estilo Kill Bill, donde él ejerce de
maestro, de Shaolin. No se trataba de lo que pasó históricamente, cuando
Polanski le echó la culpa de los asesinatos. Es que eran Lee y Tate en un
videojuego de Matrix.
Ella es recordada de forma truculenta y Tarantino consigue borrar la visión
ensangrentada de su barriga para sustituirla por la de la chica feliz,
encandilada y bailona, ajena a la tragedia, dorada e intacta. Revirtió el
proceso de despersonalización que el público generó al considerarla el cadáver
de la mujer de un famoso para llenarla de vida propia. Lo contrario a la despersonalización
debería tener un nombre. Lo que se ha hecho en esta película con Sharon debería
tener un nombre. Como no lo tiene, resulta tan difícil de describir.
Por último, en cuanto a “personalidades y expectativas”, la gente buscaba
que Manson fuera el villano protagonista y sus ideas acaban ridiculizadas de la
mejor manera posible. Lo que debe ser destruido, como los vampiros, los nazis,
las sectas asesinas…es su blanco perfecto.
Las referencias al spaghetti western son inevitables. Las reticencias de
Rick a trabajar con directores italianos son las propias de los críticos
aferrados a John Ford como el palo a la fregona. Su evolución posterior es una
directa a la yugular. La mención a Sergio Corbucci, la ubicación en Almería, el
título de “Érase una vez…” de Sergio Leone, el plano del ojo rabiosamente azul
bajo el ala del sombrero a lo Terence Hill…es un desfile de recuerdos. Sin
embargo, tampoco desprecia el western clásico (que ya aparece en otras
películas de Quentin, como en la escena inicial de “Malditos Bastardos”). Le
rinde homenaje a su modo, subiendo a caballo al antihéroe (el asesino Tex
Watson) con un paródico al igual que hermoso recorrido al galope como alma que
lleva el diablo.
Quentin habla de 1969 como una entrada al nuevo cine de los 70, y éste
aparece en forma de parches, de manchas sobre el dorado escenario de un tiempo
que se esfuma, y para ello cito la oda de Wordsworth que lee Natalie Wood en
“Esplendor en la hierba” de Elia Kazan (1961):
“Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo”
Los setenta rompieron las formas, los contenidos, la manera de narrar
historias, dándole al lenguaje visual una mayor importancia respecto al
diálogo. Se pueden decir muchas cosas en silencio, algo que ya explorara Alfred
Hitchcock pero que alcanza su apogeo en este momento. Vemos a Tate y Polanski
repetidamente (el dejà vu) corriendo en un coche deportivo descapotable. Es una
composición extraña: parece como si el vehículo se hubiera colocado
artificialmente sobre el fondo yendo a velocidad de crucero (la de sus
respectivas carreras). Sus dos cabezas y estaturas desiguales conforman una
pareja muy peculiar. Esa extraña combinación de artificio, velocidad y destino
macabro aparece en un film que va a impactar en el imaginario de toda una
generación gracias a un director en pleno apogeo: Stanley Kubrick. En “La
naranja mecánica” (1971) el coche de los druguitos surca el espacio en busca de
la violencia gratuita, sin explicación, la que esperamos de la familia Manson,
la atribuida a Tarantino como una especie de condena cuyos detractores gustan
de imponerle, la violencia alienizante de la guerra de Vietnam. Todo en un solo
recorte, un breve flash, cierta sensación en el estómago. El pelo de Polanski,
imperturbable e infantil, el pelo de Tate liberándose del pañuelo para volar
libre y natural.
Como muchos críticos han mencionado, Tarantino utiliza la técnica de los
espejos, del cine dentro del cine, el de tipo estructural (el cual también se
abre un hueco importante en los 70), pero llevándolo al extremo, como las
muñecas rusas. Marvin (Al Pacino) ejerce de representante de viejas glorias, su
papel de siempre: Pacino el perdedor, trapicheando gracias a su labia seductora
para sobrevivir. En su guión llega el momento en que alaba la actuación de Rick
contra un grupo de nazis (mención de Quentin a su propia filmografía, por
“Malditos bastardos”, cambiando a Pitt por di Caprio). Al Pacino hace un gesto
que me deja clavada en la butaca: ametralla a los enemigos del mismo modo en
que lo hará el joven Pacino del futuro en la brutal “El precio del poder” de
Brian de Palma (1983). Ver al viejo hacer del joven como si fuera algo que
quisiera volver a vivir es la sinopsis de toda la película.
La escena a la que todos se refieren sobre el asunto del espejo es la de
Sharon Tate mirando en el cine su propia película. El plano de Margot Robbie
interpretando a una Sharon que se ve a sí misma (la de verdad) en una comedia
es una delicia. Y verla emocionarse ante la reacción del público como si fuera
el final de “Cinema Paradiso” lo es aún más. La recuperación de los besos
perdidos hace de puente a un universo alternativo, igual que Sharon en el
instante de desdoblarse entre la real y la imaginaria como si tuvieran vidas
paralelas, sólo que la real es la de la pantalla en toda su crudeza histórica,
y la ficticia y edulcorada aquella con la que estaremos el resto del camino.
Ya que el largometraje está cuajado de momentos cumbre, he seleccionado
algunos del tramo medio antes de acometer el esperado final y son los
siguientes:
1). Cuando Rick se amenaza de muerte a sí mismo.
2). Cuando la autoestima del actor depende de la crítica de una niña de
ocho años 8hay quien la relaciona con Jodie Foster).
3). Cuando Brad Pitt vuelve a hacer del playboy de Thelma y Louise mientras
arregla una escena (a recordar determinado anuncio de Coca-Cola Light).
4). La descarada referencia al juicio de Polanski cuando Cliff se asegura
una y otra vez de la edad de Kitty Kat y dice que no quiere acabar en la cárcel
por ella.
5). La escena del “posible” asesinato de la exmujer de Cliff. En un
recuerdo que aparece en la mente del especialista se muestra a una mujer
irascible, insoportable, tumbada en la hamaca de un yate, al fondo de la
composición, y el brazo de Cliff en primer plano sujetando el arpón. “Vemos” el
pensamiento de él y anticipamos su reacción, la cámara nos hace estar en su
lugar a propósito, y nos hace partícipes del crimen. Damos por sentado que lo va
a hacer, es la encarnación de la violencia en el film, y lo vemos como si fuera
un hecho inevitable. De hecho, toda la violencia que se da en el film la genera
el sonriente de Cliff. Es amable, generoso, paciente, encantador y un completo
psicópata. La muerte de la mujer, por otro lado, es sospechosamente parecida a
la que padece Natalie Wood en 1981, viajando en un yate y acompañada de su
marido, el actor Robert Wagner, el cual continúa siendo el principal sospechoso
pero sin llegar a probarlo nunca.
6). El rancho Spahn, lugar donde se rodaron tanto westerns clásicos, se
convierte en el decorado de un western moderno, donde el peligro lo encarna la
familia Manson, al estilo de “Los chicos del maíz”. La osadía del héroe acaba
en un chiste gracias a la genial interpretación de un anciano Bruce Dern, que
no entiende las tribulaciones de Cliff. Él posee las necesidades cubiertas:
sexo, siesta y compañía. Su mensaje: déjame en paz, soy viejo pero no tonto.
El baile de Tarantino con el cine experimental se respira en el ritmo
irregular del metraje y el hecho indiscutible y novedoso en su filmografía (o
no tanto) de que el tema central no lo aporta el guión sino el conjunto de
escenas solapadas, un collage en el cual, si lo ves de lejos, aparece el rostro
del director.
Pero el colofón, la espita que provoca el largo aplauso de Cannes, es el
tramo final. Las expectativas aún siguen intactas en dos pilares fundamentales:
Sharon Tate y la Familia. En el día D Tarantino narra los hechos en forma de
crónica, añadiendo la hora de cada suceso como si ya lo estuviera recreando
delante de un tribunal, aumentando la tensión en la grada, al no saber cómo
acabarán juntándose las tramas argumentales. Entonces, mientras todo parece
centrarse en una narración detectivesca, objetiva, impersonal, se hace de noche
y el director enciende las luces de la ciudad. Así que nos detiene a contemplar
la belleza y no anticiparnos a lo que está por llegar. Párate y olvídate de
darle sentido a las cosas, fíjate en lo que vale la pena recordar. Todavía más:
justo antes del desmadre sale un tipo en la televisión diciendo “Y ahora llega
lo que todos andaban esperando”. El mensaje va para el público del cine.
Cuando llega Rick con su mujer italiana al aeropuerto se ve al fondo una
pared similar al del inicio de “Jackie Brown”. Y esta escena es, a su vez, un
calco del inicio de “El graduado” de Mike Nichols (1969), otro film revulsivo
de la época. Por si no nos habíamos percatado, en otro lugar sueña la canción
principal de la película, “Mrs. Robinson”.
La noche del ataque, el golpe de efecto se realiza nuevamente usando la
técnica del espejo. Cliff ha tomado ácido y tiene visiones. Cuando los fieles
de Manson entran en casa de Rick, Cliff les pregunta risueño: “¿Sois reales?”.
Es la misma cosa que se está preguntando el espectador porque ¡se han
equivocado de casa! No pueden estar ahí. Yo he venido a ver cómo esta gente se
carga a los habitantes de la mansión Polanski. Pero son reales, está pasando, y
la fantasía violenta que hizo famoso a Tarantino aparece por primera y última
vez en escena. La explicación posterior a la policía es tan cómica como
sublime. El “lost in translation” de la italiana y sus ragazzas y la frase de
Cliff, que recuerdo a medias, pero era más o menos ésta: “Dijo que era el
diablo y que iba a hacer la pollada del diablo o yo que sé qué ostias ha
dicho”. Para rematar, el lanzallamas para acabar con una desatada y casi
inmortal chica recién sacada del pozo de “The ring”.
Sin embargo, lo mejor es el encuentro feliz entre los vecinos en un tiempo
que nunca ocurrió, en una galaxia muy, muy lejana, (1977) mientras la cámara se
aleja de ellos y de una época que nunca volverá.